Lo mío es miedo, angustia de ti, (¿) laberinto en el que me guías, ariadna asterión. Te reservas el retirarte, constante en tu mudanza. Eres la que eres, yo no te conozco más de lo que tú me permites. Te trasciendes (“ … tú eres / tu propia más allá) y me pierdo (tan amplia tú “como la luz y el mundo”).
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¿Qué puedo yo hacer? Me temo que sólo guardarte en la memoria, pues no de otra manera puedo hacerte eterna, cuando mudes de mí a los otros. Dudas.
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“Mañana”. Yo. Tú. Esperanza. La promesa del beso y la carne en los pronombres. Para quien espera, la palabra (insignificante que sea) representa música sin final: boca, beso, “amor sin fin”.
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Vino la alegría, graciosa, según su azar prescrito, caída del cielo o de ninguna parte conocida. Como rayo, sí. De una muchacha isla que decía no, pero yo temblaba de esperanza.
¿Para qué preguntar? Sucedió. Me devuelve, me convierte a la certeza de los besos, los abrazos. “ … Pone cara de mía.”
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Me despoja y me esclaviza. A un futuro de instantes o de nada entrego la prudencia. Luego, cuando alguien venga a pedirla, porque dice que es suya, “volverá la cabeza / mirándome. Y veré que ahora sí es mía, ya.”
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Ahora pregunto por los nombres. ¿A qué vienen? Surgen los nombres, de todas las cosas, del amor, para fijarlo. Viven las cosas con él, porque tú también vives con tu nombre. Si no, ¿cómo orientarme en tu laberinto? ¿A quién llamar?
Por el nombre, tuyo y de nadie más, vienen a la luz los seres de la promesa. Vacíos o perdidos, en realidad, porque solamente con tu presencia y en tu nombre vienen ellos a la suya que les corresponde.
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