La moralidad, la conveniencia, la civilización, las reglas de cortesía o la de oro, etc., etc. evitan que caigamos en el salvajismo, del cual estamos a un paso pequeñísimo, a poco que nos miremos bien por dentro---
Las reglas de la civilidad resuelven que escribamos nuestra estancia liminal, en ciudades o valles recónditos como el mío (¿quién iba a imaginar que yo escribiera desde aquí?, y que alguien mire desde allí, ¿quién lo iba a suponer?). Van los transeúntes escasos de una tarde noche heladísima por el enlosado brillante, al otro lado de la calle. Me basta con mirar de soslayo y puedo adivinar el frío que llevan marcado en su cara, por debajo del paraguas negro. Por mi parte, yo soy tan pobre que me siento orgulloso de mis paraguas desvencijados y de colores imposibles. Tengo que reconocer, al respecto, que un hombre serio debería de haber resuelto ya estos asuntos. Ya se va teniendo una edad. En lugar de ello me siento a pensar y miro más allá de la ventana, a ningún sitio en especial, esperando el próximo paso del viandante atrevido. Sin inquietarme por mis paraguas desvencijados ni por el paño gastado del abrigo, sin reflexionar sobre la edad y el frío en los huesos. Me imagino, sí, ciudades lejanas, no demasiado populosas, donde cualquiera pueda perderse y encontrar, al cabo de muchos años, a quien le orientó, perdidos ahora los dos. Lo cuenta Calvino. En ciudades así, que son de otra época, un hombre gris de bigote y sombrero vigila las salidas y entradas al estanco, y piensa en éste y en aquél, sin caer quizás en la cuenta del azul, allí arriba, que se ha entretenido en un momento en él y ha seguido con sus pasos. Pienso ahora en Pessoa, el estrafalario---
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