La voluntad que afirma juicios y produce verdades, esta humanidad que inventa normas desde el mismo instante en el que halló en el lenguaje la más poderosa herramienta, esta misma humanidad ha de encontrar insoportable la resistencia combinada del silencio, la inacción, la indiferencia. En quien calla o manifiesta su preferencia por abstenerse de obrar ha de colocar (ha de ver) la norma pactada por los hombres (¿sellada en qué contrato?) una disposición insobornable hacia el mal. Por eso, la caridad predicada en proposiciones evangélicas se escarnece a sí misma como la hipocresía que era desde el principio, realmente, y ha de recluir a los objetores y resistentes pasivos, en cárceles o asilos. En estos lugares tan hospitalarios, el silente no molesta a nadie con su callar tan sonoro. Está a solas con el cielo y con la tierra, y aun en espacios urbanos desolados, que es donde se le ha visto entrar sin saber de dónde procede en verdad, en esos espacios que lindan con paredones ciegos de la prisión o con los muros de los rascacielos apenas menos opresivos, ha de encontrar este hombre ausente un poco de de césped para acoger sus ojos y sus pasos, y que así ni sus pies hagan ruido para el mundo. Morirá, finalmente, apoyado, en el grueso muro, en las ventanas del cual se adivinan los ojos de ladrones y asesinos. Quién sabe si no es el mismo Dios el que hemos destruido, callado Él porque no confiaba en nosotros, desconocido por completo ahora que con su silencio de muerto ya no nos molesta de ninguna forma. Y así podemos olvidar la desazón que durante un tiempo nos produjo.
Oh Bartleby, Oh humanidad.
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