19 de abril de 2010

Conocidos

Conocí una vez a alguien. Yo era un niño y él un hombre ya bastante mayor. De regular estatura, con el pelo, poco, cano. De joven era bastante bien parecido, según las fotos que he visto después. Había nacido en 1915, y aunque la edad le habría conducido a la guerra, se libró de la muerte y de la destrucción (alguno de sus hermanos no tuvo esa suerte). Era sordo. Muy posiblemente a causa de alguna infección que pasó de pequeño, de muy pequeño. Desarrolló luego su propio sistema de signos, perfeccionándolo de tal modo que sabía expresar con sus manos lo que yo nunca podría. Yo soy capaz de hablar mucho, de escribir tanto. Pero expresar, no. Lo sé porque lo sé. Podría tener dos vidas, aunque conozco que eso es imposible, y seguiría sin ser capaz. Para empezar, es muy poco lo que yo puedo decir con sentido acerca de su vida. Lo conocí demasiado tarde. Me gustaría haberlo acompañado un tiempo más largo. Pero no hay que darle vueltas a lo que no fue. ¿Para qué? Fue perfeccionando su lenguaje, ese idioma propio de sus manos, que fueron supliendo a sus ojos cuando éstos también le fallaron, fue viviendo en la pobreza y amando a sus hijos. Lo que hacía saber también con sus manos. Los hijos podían no entenderle siempre, la madre sí, pero esto sí que lo sabían. Ningún hijo se equivoca acerca del amor de un padre, si el padre lo ama y se lo hace saber de cualquier modo humano. Él alimentaba su orgullo de padre: crecían sus hijos, aprendían en su lengua común lo que la suerte (mala) no le permitió a él. ¿Habréis de creer que nunca se quejó por ello? Las palabras, que sostienen lo justo y lo injusto, al decir de los filósofos, a él no le hacían falta. Con sus manos sabias y su sonrisa clara le sobraba. Justo y bueno es lo que hace bien a los hijos y a todos los seres. De lo malo yo no sé que tuviera noticia, ni dio jamás muestras de ello. Ni de su dolor. Le tocó sufrir como a todos los seres que pueblan este mundo. Sólo le recuerdo llorar, muy quedo, por sus hermanos. Nunca por su dolor, su enfermedad, su vejez silenciosa. A solas quizás con su dios o su conciencia (aquella que debía gobernarle el movimiento de sus manos). En silencio, sin ningún lamento, le llegó su muerte. Pero yo no sé por qué una tormenta haría menos ruido, ni este nudo en la garganta.

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