No sé explicarlo, como en general estoy incapacitado para explicar casi nada, pero encuentro –intuyo- una conexión entre el esnobismo (vaya esta palabra) de los comensales de altura, ansiosos de sensaciones, del restaurante madrileño, por un lado, y esta cesión borreguil de derechos que se extiende como mancha de aceite entre la ciudadanía, que da sus mejores frutos en la envidia cainita y la xenofobia. Podría pensar que la conexión consiste en frivolidad o banalidad, en un mal individualismo de sálvese quien pueda y mueran los feos, en necedad o estupidez. En una cosa antihumana, en suma, o una actitud en los antípodas de la razón común, único principio capaz de fecundar una acción política merecedora de ese nombre. Razón consumista, quizás, lo que hay: de sensaciones, adrenalina, un toque de distinción a 80 euros como mínimo sobre el nivel de la humanidad, ésta que espera (soy un demagogo; perdón, un demagógico, pues no conduzco nadie) gestos cristianos de políticos tan católicos.
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