Anoche, debió ser muy de madrugada pero no quiero recordarlo, noté a mi espíritu pesado y vacío, denso de nada. Quien yo consideraba inexistente o desaparecido, allí estaba, en cuerpo y alma, para recriminarme. Imaginé que sus ojos percibirían sólo colores desvaídos, de seres sin brillo; y que lo que se dijese, de allí en adelante, tendría el mismo tono mate: como si la voz que hablara viniera de un lateral y no de dentro, como si apuntara siempre a otra cosa distinta de aquello que sonaba al oído. Lo que yo escribiera, igualmente, tendría que pertenecerle siempre a otro.
Esta mañana había llovido y hacía sol, sin embargo. Un calor tenue, muy tímido, y los reflejos en los charcos y en la arena, me han dado a entender que la voluntad necesita muy poco para esperar, asombrada por el brillo nuevo de las cosas y esa gracia o don, tan livianos, que nos conceden sin nosotros demandarlo.
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