No puedo escuchar a este hombre, este cenizo, arbitrista de
bar: considera que no hay salvación, que el problema no es el gasto público,
porque aminorarlo al máximo no sería la solución sino un nuevo o el mismo
problema. No atribuye los males a la inmoralidad, como yo solía, ni a la
burocracia ni a la rapacidad ni corruptelas varias. La promulgación de la
moralidad no haría más que agravar el problema. Considera que no hay solución:
que somos un país pobre y sin recursos (en lo cual no sé si darle la razón) y
que, los pocos que hay, son altamente inestables, dependientes de lo que pasa
en el Magreb (¿qué pasa en el Magreb?) y de la poca inteligencia modernizadora
de sus políticos, que si fueran astutos nos dejaban hasta sin el socorro/maná
del turismo (no sé si darle la tazón aquí también). Y para qué hablar de la
inteligencia de nuestros políticos… Que somos un país pobre, con una cantidad
inmensa de desempleados, con un coste social altísimo por esa razón, en
términos económicos de factura y en términos sociales de fractura… Pontifica mi
amigo (no sé si llamarlo así), ya entonado por causa del vino peleón, en clave
medio orteguiana, acerca de las generaciones perdidas en el país, ahora mismo,
previendo el futuro. Me callo o no me escucha él que el futuro es imprevisible,
que yo podría aceptar sus argumentos, pero que un resto de fe que guardo me
impide asentir a lo que dice, con esa seguridad de los desesperados. No,
anuncia él. Sí, me quiero imaginar yo.
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