(Descripción atemporal de un suceso) El sol calentaba más al atardecer. Por eso lo buscábamos con una desesperación medida, estudiando los posibles, que diría un racionalista. Por la mañana habíamos dejado el pequeño pueblo junto al río, en dirección a la parte de arriba de la montaña. En estas expediciones no suelo ir acompañado. La conversación me distrae de lo que pienso. No es que le otorgue mucho valor a lo que pienso, la verdad. Me creo demasiado escéptico para creer en esos productos de la mente. Arriba hacía frío. Pero eso fue después, al cabo de un buen trecho de carretera de montaña. Todo me sorprende. La banda de asfalto tendida, curvándose hasta el horizonte, arriba, siempre más arriba. Los árboles y el lago que no vimos... El lago, pequeño, que vimos a la vuelta. Cualquier cosa me sorprende y no sé bien por qué, a estas alturas. Nada espero, tú lo sabes bien. Salvo el calor de los parques al atardecer, contemplando a los amantes del césped y a un niño recién nacido. Enfrente, un poco escorada a la derecha, la fachada, y junto a la fachada una mujer que rumia y luego se va. Los gestos mínimos, que son los gestos del vivir, los asuntos más comunes, quedan ya demasiado lejos de mí. No a unas horas de distancia, sino a una misma vida de distancia. Imposible, todo se me ha convertido en un muro. En una tienda la dueña va y viene, imponiendo la mercancía, la poca que hay, a los clientes que hacen cola. "Tres kilos de manzanas..." ¿Quién quiere en estos días tres kilos de manzanas? Lo oigo. Luego me quedo mirando. Una pareja. Él pone su mano en la cintura de la mujer, como si quisiera retenerla. Ella le sonríe, consciente de su valor, y acelera el paso, despegándose burlona de su amante. Adoro la vida de la ciudades pequeñas, donde nunca pasa nada a pesar del tráfico intenso de vehículos. Yo viví en esa ciudad, crucé sus calles y conocía alguna de las cosas que había que conocer y cuando había que conocerlas. El frío en invierno y la calles solitarias, el calor ardiente en julio y las calles solitarias. Ahora los gestos del día, ya te digo, se me volvieron imposibles. Qué contar de las madrugadas! Alguna de ellas sueño que una mano me despierta. No sé de quién ni de donde viene. Está ahí. Luego... luego despierto, sudoroso (hace calor) y contento. Sin razón, habiéndola perdido toda la que tuviera en el sueño. En la vida a deshoras. ...
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