(Analogía de la línea dividida) Si el discípulo del maestro ateniense, el primero y fundamental de los escritores del género, hubiera leído a Wittgenstein, quizás, al cabo de muchos años y feroces agotamientos en el estudio, en el mismo instante en que el riguroso método, más que cualquier ascesis de la carne, le entregaba la más sublime de las Formas, habría procedido a arrojar por la borda, como quien dice, todas las anteriores que allí le habían conducido, y no menos la última y suprema de ellas. Lograría, con ese gesto de verdadero señor de su mundo, deshacerse del encantamiento del homo politicus (para eso había sido toda la instrucción seguida), y convertirse en un cínico. O en un romántico sin sanación. Sólo con haber mirado por encima el final del Tractatus y su proclamación sacrílega.
***
Wittgenstein, justo antes del final:
6.54 Mis proposiciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al final como absurdas, cuando a través de ellas -sobre ellas- ha salido fuera de ellas. (Tiene, por así decirlo, que arrojar la escalera después de haber subido por ella.)
Tiene que superar estas proposiciones; entonces ve correctamente el mundo. (Tractatus logico-philosophicus)
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