Estábamos en mi despacho, cerrando el trato, con los modos distendidos y afectuosos de siempre. Por alguna razón salí a la calle, a tomar el aire supongo, y alguien, un amigo supongo, se me acercó y me hizo ver la verdad. El trato no lo había cerrado yo, sino otro.
Me olvidé. Lo hice. Me olvidé y subí a mi atestado cubo de ropa sucia para dar una vuelta por la ciudad. Pero no lograba decidirme, hastiado quizás de sus calles de intrincadas ruinas, y de la mía propia. Ni siquiera me interesaba acercarme a la librería que siempre sueño, en la parte alta y baja (geográfica, social) de la urbe innominada. Estaba harto de los libros, en los que sin duda espejeaban las mismas ruinas, aunque se dijeran de poesía. Entré en una librería, y nada me da a pensar que se tratase de la que yo ando buscando. Los libros, en efecto, los miraba con asco, con asco los acariciaba y los volvía a su lugar con desprecio.
[Porque soy un racionalista que no cree en los sueños y sus laberínticas alegorías, sino que soy un hombre aunque rústico y torpe (nacimiento y vida, maneras, timidez) moderadamente culto (no por mis méritos, sino por accidente) y sé que los significados los proyecto yo en los sueños, con arreglo a los relatos que me fue dado leer en épocas más tranquilas. que si no... están muy claros esos significados que yo sé que no pueden estar en los episodios de la vida nocturna.]
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