Lo que diferencia, lo único, una ciudad abierta de una ciudad cerrada (laica o sagrada, según donde localice su cielo, su no lugar) es la presencia de un muestrario bastante amplio de esos seres inútiles, los filósofos, paseando por sus calles, hablando en sus plazas o, como es mi caso, llamando la atención en los bares cuando leo mi libro, o siendo ninguneado con matemático sistema por mis alumnos hasta volverme grosero y arisco, a mí, que de natural soy dulce, educado o sentimental. Lo esencia del asunto no es que los filósofos sean pagados. Eso es un signo, que a los mismos filósofos nos conviene, de que la sociedad se respeta a sí misma qua sociedad libre. Mientras la sociedad respete a los filósofos este trato será justo, y el filósofo será sustancialmente leal. Lo esencial es que la sociedad tolere o consienta la presencia de estos seres extraños que lo mismo dirigen una universidad o son ministros que te los encuentras escribiendo cartas en el periódico. Lo importante, dicho de otra forma, es que alguien pueda hablar sin restablecer un guión. Si una ciudad entiende que estos privilegios son demasiado gravosos para su funcionamiento, no tiene más que dejar de pagarles, condenarles al ostracismo, a cualquier forma de exilio. Esa ciudad habrá decidido que, individual y colectivamente, quiere seguir un guión. Sería necio, por parte del cuerpo de los ciudadanos, creer que esa decisión es libre... puesto que es una decisión que anula la libertad de pensamiento y expresión sine die. Allá la ciudad si desea funcionar incumpliendo el principio de contradicción. Podemos reírnos, y ya acabo, de la pretensión husserliana de que los filósofos son los funcionarios de la humanidad. No hay por qué reír. Deja la risa, y disfrútala, para quien te haga gracia. Husserl no nos nombra a los altos funcionarios (aquellos que sólo se codean con el Destino, ahora llamado Progreso), sino a los humildes testigos de las cosas: una flor que cae en cualquier sitio, un valor exhibido a cuerpo desnudo contra las balas. Seamos indulgentes con estos seres algo estrafalarios, hasta en el vestir, que dicen a deshora (fuera del programa) y que escriben o leen en las tabernas. Una ciudad que se ame a sí misma no puede renunciar a las estrellas extrañas que duran desde hace 2500 años, aquí, donde se pone el sol, en Occidente. Los filósofos, que ya digo que son sustancialmente leales, sabrán agradecer ese gesto y devolver con creces el amor a la ciudad.
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