Quise decir que la realidad de los hombres (veritas hominis) casi no es realidad, que les viene o la sueñan, casi siempre ajena a sus deseos y sus planes, como por accidente (ex contingentia).
Por otro lado, si algo hay de cierto y de verdadero, si hay un orden en la naturaleza, y hasta puede que un cielo o un infierno, si los acontecimientos son como son y ya está y nos tenemos que callar (ex necessitate), aunque no nos guste, entonces no nos queda más remedio que pensar en que los dioses son los responsables de todo ese orden que a nosotros nos parece desorden (providentia deorum). Digo dioses y no dios (en singular), no porque yo piense que hay muchos, sino porque el asunto resulta tan indeterminado y dudoso que prefiero emplear el plural (dioses) para esa duda que yo tengo, y que nunca solucionaré, de si esos seres sobrenaturales consisten en las mismas leyes de la Física (o la Química, si pensamos en algo diferente y más cercano) o en una proyección de nuestros múltiples deseos, afectos, anhelos, etc. A los que no sabemos dar ni el nombre. Pero como nos sobrepasan, los divinizamos. Así que yo creo que llamamos libertad solamente al olvido momentáneo de lo que dije al principio: que lo que somos, nuestra vida, no la elegimos. Nos elige, pero no somos capaces de dar razón del cómo ni el por qué.
Después de todo, de algo así tratan los cuadros de Edward Hopper, con tantas ventanas al exterior y gentes que piensan, y que están encerradas con alguien al que a veces ni miran. El interior de las imágenes hopperianas puede ser el de una casa, el de una habitación de hotel o un bar acristalado que hace esquina. Aunque también es esa la misma clave para intentar comprender otros cuadros como el de la gasolinera (1940). Pues también ahí se encuentra un interior, y una carretera que lleva al mundo de fuera, a lo distinto. Pensemos, si así lo queremos, en la destrucción de ciudades y paisajes por la presencia automovilística masiva. Tal ha sido la presencia más poderosa del siglo pasado y lo que llevamos de éste, pero que muy posiblemente llegará un momento en que no sea así. No sabemos cómo será, pero así casi seguro que no. Pues bien, nosotros tendríamos que conocer, y hacérselo saber a quien le corresponda, o a quien desde el futuro nos encuentre por un milagro, que no hubo metáfora más certera de lo que fue (lo que es) nuestra vida que la de esas arterias de asfalto que ligan ciudades (ciudades en las que tampoco se nos da fácilmente ni gratis la felicidad, qué le vamos a hacer). No sé cómo decirlo, cuando conducimos (no sé si los torpes o atolondrados más, moi même), dejamos algo atrás y queremos obtener algo diferente. Seremos afortunados, nuestro cuerpo es tan frágil y las máquinas tan divina, si en el transcurso observan nuestros ojos: el sol que sale o que se pone, la luna plena, el viento dulce que adivinamos entre los árboles en una noche cualquiera, el milagro de la flor en los almendros en una mañana fría, o las nubes más hermosas que yo haya visto en mi vida, cuando iba por la autovía a la altura de Sevilla. Pero no hace falta que me digáis que es mi nostalgia la que tiñe el recuerdo de unos paisajes que miraba más con el pensamiento que con los ojos. Eso ya lo sé y no cambia nada…
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