3 de enero de 2011

Escenas costumbristas

Una de las mayores muestras de engreimiento estúpido por parte de cierto ciudadano moderno la puedes observar en los programas de debate (sic) televisivos. Casi siempre uno o más de los contertulios (yo los llamaría distertulios a causa de su conducta) interrumpe el turno de palabra de quien en ese momento está hablando y se pone a largar su discurso. Supongo que no se trata meramente de eso, sino de no dejar hablar, totalmente a sabiendas. Que una conducta así, premeditada desde antes del debate, pueda tornarse en norma del desempeño discursivo, nos hace lamentar el grado de depravación de las costumbres, el olvido en que se tiene la ecuación de cortesía e inteligencia. Así que: ser inteligente consiste en no dejar hablar... Ni en el uso de un derecho. Si el que lo tiene entra al trapo de quien lo está interrumpiendo, ya está perdido y se ha vuelto estúpido él también. Lo adecuado sería quedarse callado.
En los primeros días de la Gran Guerra, Wittgenstein, en el barco a donde lo han destinado después de presentarse como voluntario, no hace otra cosa que lamentarse de la compañía que le ha tocado en suerte. El gran filósofo del Tractatus y las Investigaciones es un recluta corriente (la familia aparte) y tiene que soportar lo que le ha tocado en suerte, sin poder reprimir las valoraciones de un espíritu elitista y exquisito, hecho a las conversaciones con lo más distinguido de los colleges (Russell y Moore). Sólo le satisfacen los modos de la oficialidad, a los que intenta acercarse de un modo u otro. Le acompañamos en su odio a la chusma, pero no tanto en sus reverencias a la élite militar. Se nos ofrece el futuro maestro de escuela (malo y odiado) a una luz muy poco favorable. ¿Un pelota?

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