Una de las mayores muestras de
engreimiento estúpido por parte de cierto ciudadano moderno la
puedes observar en los programas de debate (sic) televisivos. Casi
siempre uno o más de los contertulios (yo los llamaría distertulios
a causa de su conducta) interrumpe el turno de palabra de quien en
ese momento está hablando y se pone a largar su discurso. Supongo
que no se trata meramente de eso, sino de no dejar hablar, totalmente
a sabiendas. Que una conducta así, premeditada desde antes del
debate, pueda tornarse en norma del desempeño discursivo, nos hace
lamentar el grado de depravación de las costumbres, el olvido en que
se tiene la ecuación de cortesía e inteligencia. Así que: ser
inteligente consiste en no dejar hablar... Ni en el uso de un
derecho. Si el que lo tiene entra al trapo de quien lo está
interrumpiendo, ya está perdido y se ha vuelto estúpido él
también. Lo adecuado sería quedarse callado.
En los primeros días de la Gran
Guerra, Wittgenstein, en el barco a donde lo han destinado después
de presentarse como voluntario, no hace otra cosa que lamentarse de
la compañía que le ha tocado en suerte. El gran filósofo del
Tractatus y las Investigaciones es un recluta corriente (la familia
aparte) y tiene que soportar lo que le ha tocado en suerte, sin poder
reprimir las valoraciones de un espíritu elitista y exquisito, hecho
a las conversaciones con lo más distinguido de los colleges (Russell
y Moore). Sólo le satisfacen los modos de la oficialidad, a los que
intenta acercarse de un modo u otro. Le acompañamos en su odio a la
chusma, pero no tanto en sus reverencias a la élite militar. Se nos
ofrece el futuro maestro de escuela (malo y odiado) a una luz muy
poco favorable. ¿Un pelota?
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