17 de enero de 2011

Enero

Una niebla fría nos envuelve en un silencio lechoso. Los días han terminado por callarnos. En nuestro lugar habla, por las mañanas, el manto tímido -blanco- en algunos árboles tempranos. Aquí y allá: su prisa no acepta reglas. Las flores primerizas no se disponen según un orden. (Yo también he terminado por callar, pero aún no consigo olvidar los términos acostumbrados de la escuela- moderna. Disposición, orden... Mathesis, Gestell. Sobre el campesino olvidado, temeroso, no deja de caer la jerga nigroselvática.)

Blanco, nada más. Ni azul ni rojo. Europa queda lejos. Los pueblos han perdido la fe. Si alguna vez la tuvieron en serio. Yo lo dudo. (Lo ves? Se me ha pegado el argot, resuenan los artificios retóricos de la escuela moderna de pensamiento. Todavía no soy capaz de olvidarlos, de olvidar.)

En las calles -ah, esta ciudad olvidada, este lugar que no ha aprendido a ser ciudad, que a nadie ha convencido de su condición presunta-, por las calles nos rodea y deja ateridos una seda fría. Qué cansancio, por Dios. Se agarrotan los miembros del alma, hasta que damos en recordar que no la tenemos,que la perdimos en el año... en cuál, Dios mío? Dame esta memoria última como si fuera mi parte de paraíso. Los ojos, tan derrotados como la frente que los piensa, buscan un lugar, a salvo de las calles y de la niebla. Un lugar, texto, un imposible. Una llave que cierra puertas.

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