El liberal de boquilla no puede, ni quiere, ocultar la impureza hobbesiana de sus orígenes.
El odio al maximalismo del Estado, a la inflación de lo público, no le impide echar mano de la fuerza (hacia el interior o hacia el exterior; policía o ejército)... a fin de defender ese mismo y sutil Estado en el que se encarna la soberanía popular. Aquí está el gene platónico, deformado o descolorido, en la hipócrita mención de la sacralidad de los gobernantes, no porque conozcan el Bien (¿a quién se le iba a ocurrir semejante sinsentido?), sino porque en ellos el Bien (los ciudadanos y sus derechos) se ha hecho carne---
Así, quien denuncia, desde lugar impropio, la decadencia de los representantes públicos (pues, de nuevo amicus Plato, un magistrado, a pesar de la división de poderes, es poder indivisible en la sustancia del Estado; unidad de esencia, trinidad de personas), está señalando la mortalidad de los mismos ciudadanos, y un signo del Mal en el Bien. Algo repugnante para la Ontología Política.
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