El hombre, un agricultor engreído –no un pescador, ni un
ganadero señalado- tiende sus hilos. No atrapa nada –cómo podría, en este
desierto sin agua tentadora-, no un mundo real y ni siquiera uno inventado. De
la maraña de los hilos arrojados no emerge otro destino que el suyo, el sujeto
cuyo desorden -de intenciones y pensamientos- él mismo denomina su personalidad. Nadie, un
destripaterrones con cierto éxito.
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