Olvidando cuanto antes ciertos incidentes desagradables del pasado, eso debería ocurrir, pienso que no podría encontrar para mí un oficio mejor que el de renovar cada septiembre las mismas líneas de Platón, la admirable invención de los dos mundos, hacerme cargo de mi ignorancia y no renunciar nunca a la esperanza de hacerme digno de entrar en su escuela, a pesar de no saber demasiada geometría.
Puesto que no soy un especialista en la obra platónica, me falta la voluntad para obsesionarme en un objeto, tengo la ventaja de recuperar cada vez las mismas frases como si fueran las de una conversación real y distinta. Vive Platón para mí, y unos años soy más su amigo y otras su adversario, nunca su enemigo: compartimos el mismo mar y dos mil quinientos años no son nada en la vida de las olas, y menos aún lo son para su extraño y eterno mensaje. Puesto que yo soy agradecido con mis padres, y comparto con mi Ateniense la idea, en la mente, de que en sus pobres cuerpos desairados cobra paradójica presencia la deidad, me vais a permitir, caros amigos, que brinde por ellos y les dedique unas palabras que cada vez me parecen más hermosas, conforme pasan los años y las ideas se resquebrajan y se tiene que abrir paso la piedad entre los hombres:
Acompañado de Glaucón, el hijo de Aristón, bajé ayer al Pireo con propósito de orar a la diosa y con deseos al mismo tiempo de ver cómo hacían la fiesta, puesto que la celebraban por primera vez. Parecióme, en verdad, hermosa la procesión de los del pueblo, pero no menos lucida la que sacaron los tracios. Después de orar y gozar del espectáculo, emprendíamos la vuelta hacia la ciudad. Y he aquí que, habiéndonos visto desde lejos, según marchábamos a casa, Polemarco, hijo de Céfalo, mandó a su esclavo que corriese y nos encargara que le esperásemos. Y el muchacho, cogiéndome del manto por detrás, me dijo:
–Polemarco os encarga que le esperéis. (República)
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