Bastaría un cambio mínimo en la atmósfera del mundo, como una nube inesperada asomada por el cielo de septiembre, descargando sobre la tierra sorprendida, y otro tanto los seres que habitan en ella, bastaría con nada para que esta delicada articulación de humores en que se cifra la existencia y el persistir y esperar se deshiciera por completo, dejando la estupefacción en los rostros y los brazos caídos en los ánimos más fuertes. Los jóvenes que yo conozco están, por ahora, hechos de otros mimbres, y no son capaces de entender lo mucho que se depende, en estas edades avanzadas, de esta costumbre apenas incoada que consiste en verte y despedirme, como si yo estuviera al margen de los merecimientos, robando la gracia a un tiempo que no es el mío y forzando yo no sé qué relojes que marchan en el sentido de la luz y no revierten.
(Digamos que ha llovido esta tarde. Y que se tiene en el ánimo la fragilidad de un cristal que lo deja pasar todo. Una maldita sinestesia o sensibilidad ultrafina. Que en nada corresponde al signo de unos tiempos que han optado por la prosa garbancera.)
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