(De cómo Sócrates se transformó en nada y en miedo a la persecución legal)
La ignorancia de la ley no exime de su estricto cumplimiento. Esto es así para la conciencia que ya se ha declarado (en sí, para sí) culpable: considerando que siempre debería estar al tanto de la maraña de las reglas, aunque se tratara de un decreto dictado desde la eternidad por un emperador que está a una distancia infinita. Él, el sujeto culpable, no llega a encontrar sentido a la isegoría proclamada. ¿Cómo, si la leyes para él, no contienen más que la promesa sombría del destierro, ya-aquí-y-ahora? Emitir una opinión, que sería su escasa y débil moneda, aun eso no tiene nada claro que se lo pudiera autorizar la ley que abraza a todos. Él, en el margen de la ciudad, considerando cada vez más lo que significa ser sagrado, y la abyecta mentira que se contiene en cualquier solicitud de trascendencia, que, o es mentira inadvertida o ha accedido al grado de cinismo adulto. Y él se dice maestro...
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