2 de noviembre de 2010

Réquiem de Ajmátova, II

La mayor parte de lo que se dice y se escribe es pura necedad que no merece ningún aprecio ni tiempo. El final del Réquiem de Ajmátova (conozco las ediciones de Cátedra y la que figura en la antología El canto y la ceniza en DeBolsillo) es otra cosa: uno se debe imaginar la situación, ponerse en situación, aunque nadie quiera ese dolor que constata y refiere la Ajmátova. "... y bajen silenciosos los barcos por el Neva": ¿hay algún verso más generoso que éste? ¿Una petición más humilde y grandiosa? ¿Un infinito en tan escasas palabras?

Y si alguna vez quisiera la ciudad
erigir un monumento en mi memoria,

Podría ese honor aceptar complacida,
con tal de que no lo alzaran nunca

ni a la orilla misma del mar donde nací
-mis lazos con ese mar ya los he roto-,

ni junto a mi árbol sagrado, en el jardín de los zares,
donde una sombra yerra y me busca desolada,

sino aquí, donde permanecí de pie trescientas horas
ante rejas que para mí no se abrieron.

Porque temo olvidar, en la paz de la muerte,
las ruedas del siniestro furgón negro,

los golpes de la puerta que hemos odiado tanto
y el aullido de la anciana, como animal herido.

Que desde los yertos párpados de bronce
fluya -y sean ésas sus lágrimas- la nieve derretida,

que arrullen a lo lejos palomas del presidio
y bajen silenciosos los barcos por el Neva.
Marzo de 1940

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