Está bien perder el tiempo los viernes por la tarde,
desconectar, nada más que hasta mañana por la mañana, sábado, y ponerse con los
exámenes, está bien, pero no de este modo. La conexión de internet, básicamente
nefasta.
El dios es un niño que juega, no sabemos si con arena en una
playa, distraído de los cuerpos abrasados y de las sardinas en la plancha, o a
los dados, como un aprendiz de trilero que barrunta en el arrabal si quizás
podrá llegar a Las Vegas, que no conocemos si pretende (el pequeño jugador,
obra de Dostoievski antes de contarnos el crimen y la redención mendaz, que
dirá Nietzsche el negador en apariencia risueño, un histérico al decir de las
comadres psiquiatras, capaces de medrar al abrigo de tentaciones totalitarias
en los terribles inviernos de los 40 en una patria frustrada que es la mía y de
mis padres muertos) hablarnos de la condición trágica de la existencia o de las
leyes matemáticas que rigen el mundo y transmutan el caos en cosmos, dándonos
la ilusión de la objetividad, de los hechos (positivismo, Dickens, Wittgenstein,
¡te parece a ti la surrealista enumeración o yuxtaposición insensata de memes
culturalistas!)…
El dios tiempo es un niño que juega, aparentemente
domesticado en el cronómetro que llevan despreocupados en torno a la muñeca, ouróboros
y no lo sabes, la serpiente que te convence y le regalas el alma… y sin
esperártelo, a destiempo, que ironía, la calavera y el gesto de Hamlet en el
camposanto, ser o no ser, cuando en realidad tendría que haber dicho ser y no
ser, dado que la vida nunca nos ha sido avalada a pesar de las promesas en
contrario de los gobiernos y las religiones, si esta conjunción no revela ya
una redundancia. Para nosotros, que amamos la religión que arraiga en la piel,
como un río que allí nace y muere (en la alegría y en el dolor, en el error y
la esperanza), en Argel o en las costas de Almería.
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