En el cuadro, un paisaje de almendros en flor casi a la vuelta de febrero de 19.., se encuentra un arquero, y a cierta distancia una diana. Quien lo contempla sabe que la flecha no va a llegar. Porque la flecha no va a salir siquiera de la tensión del brazo y el arma. Tan cansados están los objetos y los seres antes de asomarse a imposibles. Una eternidad de tiempo se gastaría en cada punto de avance. Un todo para nada. La flecha no va a salir siquiera, porque antes, aun antes, una decisión debería tomarse en la cabeza del arquero. Muchas decisiones: tensar, apuntar, disparar, esperar. Pero, a su vez, cuántos eones de energía para poner en el mundo un arquero, para que el mundo produzca algo, y hasta para que haya mundo. La paradoja de Zenón no cuestiona el movimiento en el mundo, sino el mismo ser. En este abismo del pensamiento ni el mismo ser pensante puede comenzar... a ser. Ni el mismo cuadro que imaginas esta tarde de enero conteniendo un imposible. Nada: ni ser ni doctrinas que lo enuncian. Ni una modesta nota al pie, crepuscular y solitaria, puedes atreverte a escribir. Pues considerar que tú eres, que existes, que algo en el mundo sostiene yo (y se le hincha el pello de ilegítimo orgullo), constituye ya un abuso intolerable.
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