No viene ninguna maldad de quien dilata el pensamiento, cubriendo con él el tiempo. Un poco de aire deshace el espesor de los relojes turbios. Y piensas que abrazas a un niño, después de agarrar sus manos con las tuyas, y que pones su hombro de niño sobre tu hombro de hombre. ¿Qué más se necesita para santificar una tarde? Nada más que tú y los ojos ya ríen tranquilos.
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