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8 de mayo de 2010
Sabiduría, Ausencia de la
Ayer, en el bar (templo para seres solitarios, por lo menos a esas horas) un hombre ya mayor mandaba a otro callar, a voces. Había tormenta de discusión política. Al otro, al mandado, yo no le veía. ¿Qué es lo que había aprendido el viejo en su vejez? Después de todo, el tiempo transcurrido es tiempo regalado que se tendría que desempeñar bien. Pero a un tonto, pienso, le vienen muy bien unas pistolas a su dialéctica. La palabra llega al brazo, el brazo se levanta, empuña el alma y cierra el cedo, agarrotando sus razones… No digo que el hombre que yo vi lo hiciera –lo mejor es que se quedara en ladrador-, únicamente que me figuro esta pesadilla y lo que viene después. La intensión de la estupidez: el arma más mortífera. Porque no parece lo más dañino una falta de rigor extendida a lo largo y ancho de la población, lo que seguramente sucederá ahora y habrá sucedido siempre, sino la densidad de lo que pasa en un cerebro obturado: hecho a blanco y negro, a hunos y hotros, a tercio excluso.
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