Conviene no creer demasiado en el automatismo que va desde la fundación de las características de la conciencia moderna hasta su condición criminal: el margen del delito o la masa totalitaria. La libertad de reflexión abre, en efecto, un espacio. En un extremo, se puede hacer concordar el máximo poder de abstracción matematizante con el crimen de estado: el siglo pasado no desconoce esas apologías (disculpas, of course) de la totalidad; los estados nunca fueron enemigos completos de sus científicos, sí de sus filósofos. Las conciencias agradecidas supieron reconocerlo y actuaron en consecuencia.
No es nada más que un extremo, hasta ese lugar no es frecuente que lleguemos: los textos, también los relatos orales, tienden a mostrar una mirada y una voz que se limitan, reconociéndose ahí la dureza del trabajo que requiere un saber del mundo, puesto en palabras (ya que la poesía, o la música, pueden deformar el rostro de los dioses; desafiarlos como con el fuego que se les roba: el dios puede soportar el esfuerzo imitativo ejercido por los seres humanos, pero no quiere, a su turno, ser el imitador de un ser mortal). El solus ipse alcanza, envuelto en palabras, en textos abiertos a una interpretación siempre renovada, unas maneras ético-políticas que no se alejan demasiado del carácter de los hombres sabios, aquellos que aristotélicamente son... como los hombres sabios, y por lo tanto anteriores en el tiempo, puesto que no pueden serlo en la prudencia compartida, en el modo tolerante de sus juicios.
Destinadas las letras a la muerte, como las miradas, recuperada a veces (falsamente) la máscara, no queda casi más que el consuelo de pensar en la coloración emocional de todo acto de conciencia: así, el mundo del hombre feliz es radicalmente distinto del mundo del hombre infeliz (Wittgenstein), sin añadir ni quitar nada más que el punto de vista. Entonces, ¿qué es un punto de vista? ¿El acuerdo provisonal con una tradición?
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