Una de las tragedias de la conciencia consiste en proyectar meticulosamente en los demás aquello que más se temería en uno mismo, que no se tendría más remedio que odiar.
Se descarga la ambición torpemente en la envidia: desfigura el sentimiento correcto del amor propio a través de los peores remedios, el odio al bien y la alegría por el mal.
En otro sentido, suelen darse víctimas imprevistas de las proyecciones, en aquéllos mismos que las efectúan.
La acción que repite de manera obsesiva el pensamiento o la imagen (su provecho, mi temor, la manera en que me perjudica, en que a sí mismo se perjudica, la misma riqueza que me abruma, la odiosa sonrisa, pues yo no puedo mirar ese espejo...) acaba llenando los días de tedio, matizando las horas de un gris que sólo deja moho para el corazón.
Conociendo la distancia que mis palabras ponen frente a todo lo otro, y sabiendo esto sé también que soy pura razón, podría intuir, si me lo propusiera, por qué cualquier acto autobiográfico pone una máscara sospechosa en la cara de lo escrito: pues yo ahí -en el texto- no veo el espíritu sino un rictus que me llena de temor.
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