Bajo a la ciudad, completamente hundido, enemigo de todos, con ganas de hablar con... nadie, de embrutecerme con el partido (panem no, circenses sí), y va mi viejo amigo D.C. y se sienta allí conmigo. Hablamos: compartimos aficiones: las historias orales sobre la guerra civil y la postguerra, las fotografías del paisaje campestre (modesto, pero es el nuestro y no se necesitan razones añadidas), la personalidad hebraica del tío J., que de la nada prácticamente se fue convirtiendo en un mediano terrateniente, junto con su esposa, sin hijos del matrimonio (pero mi madre era una de sus pupilas).
La sensación, como casi siempre, de que hablo demasiado: que me traiciono (doy cosas a entender de mí y no tendría por qué), y que no dejo hablar a los demás y me pierdo quizás lo más importante.
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