1 de diciembre de 2006

Micromisologías

Estábamos sentados en el restaurante, la chica dos mesas más allá que yo, los dos mirando al espejo de la pared de enfrente y sin hablar. Cada uno suponíamos lo que el otro podía pensar, sin que yo pudiera evitar la impresión de estar dentro de una jaula, lejano de sus ojos y del espejo.

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Renuncio a la voluntad de razón, a querer tenerla, a una imposición lógica. (Pues el término ya contiene lo que significa.)

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Si, como el doctor Borg de Ingmar Bergman, se evita el aburrimiento de las conversaciones no es -como sería fácil pensar, y tranquilizador- por el pecado de orgullo, de un exceso de amor propio, sino, muy al contrario, por un empequeñecimiento llevado al límite. Éste, coherentemente mantenido, puede malograr el diálogo, la filosofía.

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