17 de diciembre de 2006

29 de marzo de 2006

Al apartarme del pueblo reinaba la paz, esta tarde. Tengo que admirarla, aunque sea en el paisaje, aunque fuera septiembre (?) para mí: me siento viejo, desplazado de la urbe. Los ruidos desaparecen, confundidos en la luz, tranquilidad: es difícil pensar en un pueblo que resulte feo visto en la distancia, con el perfil que le da la torre de la iglesia. Eso es así hasta en mi pueblo: ¿nos llega el lenguaje de los poetas porque trasladan de una manera afortunada un ambiente reconocible en el corazón de los lectores, de los oyentes? El fondo oscuro, el abismo de la expresión poética, consiste muy probablemente en esa felicidad hallada en la descripción ambiental. No se me ocurre una poesía amorosa lograda si poeta y lector no compartieran el amor. ¿Cómo no congraciarme con la /¿avidez?/ de mi lugar, tan pueblerino, si alguna vez tendría que amarlo en su expresión lograda? Las luces fundidas, vistas desde una cierta distancia, anticipan mi gozo, que comparto en una lengua de la que sospecho que es común a los deseos de tantos (y tantas), de hombres y mujeres que han creído hallar la raíz en el fondo innominado, místico: por ello común, al carecer de las particularidades que concreta el decir: así la lengua es mística y resulta indecible.

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Qué difícil me resulta no corregir, no haberme callado! No se puede saber si es valiente el que habla o el que calla, y tampoco que pase el tiempo ayuda mucho. Pues siempre es igual: la imagen de la bella molinera, del invierno y del río (Schubert).

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