1 de diciembre de 2006

La vida y su representación

Como el día es espléndido, la gente ocupa los kioskos en la acera amplia del paseo, definiendo una felicidad tranquila que yo tengo que envidiar. Eso lo sé cuando me fallan las fuerzas, ajeno a lo que veo, a la belleza de las mujeres y los rizos azules del mar. Me inquieta el mimo del color del plomo, inmóvil y elevado sobre un pedestal oculto, que tiene delante una cajita con las monedas de la voluntad; más adelante, un hombre de mal aspecto, sentado en el suelo, se entretiene jugando con su perro y, sin tener de qué reír, ríen los dos. Entre las gentes que van y vienen por las aceras, yo, que voy pensando (así me recuerdo esta mañana), asocio a los mimos en las calles de las ciudades (cerca de la plaza del mercado veo a otro, de grana, con un perro acostado delante de sus pies, tan quieto como él), tan numerosos últimamente, con la costumbre de las estatuas, como esa verdosa de Nicolás Salmerón, una representación verdaderamente andante, que a mí no me gusta nada, de la que suelo burlarme preguntando a los conocidos por dónde irá el resto de la parentela.

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