3 de julio de 2014

Cursilada insufrible

Hay calles que te hacen estremecer de melancolía, cuando recuerdas que a todos los conociste y que ahora guardan silencio. Calles como la mía. Es un arrabal, o paraje asimilado, donde las mujeres rumian su soledad, sobrellevando en la calle los calores de julio. Murió, entre tantos que he conocido, el hombre de la esquina, o el de la casa de enfrente, emigrante retornado, que se trajo un día a su familia francesa. Era un hombre amable, educado. Discreto con sus problemas. Enfermó y desde entonces no he vuelto a ver a los suyos. A veces si, a veces retengo un instante la imagen, en uno de esos milagros ilusorios que concita la memoria. Y todo será uno y lo mismo: quien recibe un premio de lotería y luego se muere, los míos que ocupaban este espacio fantasmal, la brisa nocturna y la mujer que proclama su bondad, la del fresco nocturno, un  gato silencioso contra la luna creciente y el rumor a ratos bronco de las motocicletas por la carretera cercana. Pero yo no veo más allá de esta penumbra y de la ropa tendida. Quien debería hablar calla, mientras los demás pergeñamos sucedáneos.

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