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Solo cinco días antes de morir, firmó su testamento, donde expuso: “Mis circunstancias actuales, sobre todo de carácter económico (...) aunque me sean imputables, han escapado a mi voluntad (...) al fundarse en confianzas en los otros semejantes, en mi fuero interno, a las que en mí depositaban”.
Romero, hijo de un magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA) y de una catedrática de Botánica, tenía una personalidad poliédrica, pero sobre todo muy poderosa. Atesoraba un conocimiento “enciclopédico” del Derecho que volcaba en libros y conferencias, pero sobre todo proyectaba una seguridad y confianza por las que logró que centenares de personas le confiaran su dinero, en múltiples ocasiones sin siquiera firmar documentos, como un acto de fe. Y Romero se aprovechó de estos creyentes para ir tapando agujeros. Uno detrás de otro y cada vez más grandes.
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