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31 de diciembre de 2012
Autoficción
Dado que mi pensamiento suele ser más simple que la estructura de un artefacto artesanal cerámico bi-agujereado de conservación fresca del agua, a lo más intuitivo y voluntarioso (yo, no el botijo), me puse a pensar, anoche no me podía dormir, en que mi pueblo fuera como el país entero; y que todos los servicios públicos los tuviéramos que pagar con nuestros propios recursos (sanidad, justicia, hacienda, fiestas, educación ... ; esto es, atendiendo al orden de importancia), más los créditos que nuestros bancos pidieran a los países de fuera. Pues sucedió que mi pueblo-país entró en recesión a mediados de la década pasada, y nuestros economistas (ay, Señor, tampoco nosotros pudimos evitar esa plaga más voraz y funesta que la langosta egipcíaca castigadora) no tenían ni p(oca) idea de las soluciones implementables (no sé por qué el blogger me corrige palabra tan bonita), por no hablar del común de los munícipes-diputados, cuya cultura rayaba en el abismo. Dimos todos en desesperarnos, lamentarnos y achantarnos. Así que se convocaron elecciones a fin de salvar el moribundo (mi polis en el valle del Almanzora). Ganó el P. C. A. (Partido de la Competitividad y la Austeridad), que rápidamente empezó a recetar ayunos y otros diversos sacrificios de muy mal llevar. Que los hubiéramos soportado, sin duda, a no ser porque en su auxilio, el de los gobernantes, vino al lugar una facción de la secta de los economistas aún más malvada que los que habíamos padecido hasta entonces. Demandaban los tales menos timidez en las reformas municipales: considerando que el estado del bienestar municipal era insostenible (las aguas para uso y disfrute de los habitantes son famosas en el mundo entero por su impar calidad, habiéndose creado al efecto la denominación de origen "Agua de Springfield"), propusieron la privatización más o menos a las claras de buena parte de los servicios públicos, acompañando la idea de unas cargas fiscales cada vez mayores...
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