26 de julio de 2012

Pues habrá que mirar

On on Hopper.

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Aunque, igual para pensar... convenga evitar leer.

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Pues no, leemos (26 de julio) lo que escribe E. Jordá:
Hopper no fue un personaje llamativo. Sin apenas amigos, sin haber vivido una juventud bohemia, sin ideas políticas conocidas, convencional y misógino (aunque lo recordamos sobre todo por sus figuras femeninas), vivió casi toda su vida en el mismo apartamento modesto del número 3 de Washington Square North (allí murió, en mayo de 1967, a punto de cumplir los 85 años), sin nevera ni baño, y lo que es peor, sin ascensor. A lo largo de su vida no firmó manifiestos ni protagonizó escándalos ni hechos célebres de ninguna clase. Fue un artesano casi secreto que vivió al margen de las corrientes artísticas de su época. Cuando en Europa y América todo el mundo hacía cubismo, y luego surrealismo, y luego expresionismo abstracto, y luego pop art, Hopper seguía pintando sus faros de Nueva Inglaterra y sus vías de tren y sus interiores de hotel, sólo que en sus últimos años todo eso parecía más despojado, más abstracto, más desprovisto aún de vida. (...)  Por los diarios de su mujer, sabemos que Hopper se pasaba la vida leyendo o pintando, y cuando no pintaba caía en largas fases de depresión y mal genio. Hopper sentía predilección por la literatura francesa. Leía a Paul Valéry y a Proust y a Gide, pero también la poesía simbolista de Baudelaire y Verlaine y Rimbaud. En cuanto a sus contemporáneos americanos, le gustaba en especial Robert Frost, pero no T.S. Eliot (“Le falta sentimiento”, decía).
... Y pensamos... Que sí hubiera que darle un contenido religioso a las figuraciones de Hopper, al hilo de lo que escribe E. J., y sin haber reflexionado yo mismo mayormente sobre el asunto, éste sería el del agnosticismo. Esto es, una ausencia de creencia, una oscilación en el pensamiento a la hora de pronunciarse por el sentido. 

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