6 de octubre de 2013

Cambio de marcha


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(La imagen, de aquí.)

Podría decir que me he convertido en un aficionado, en un provinciano, en suma, a la historia local. Por lo menos a alguna de las facetas más olvidadas de la historia local (la minería). Mi familia es campesina, aunque yo no lo sea, ni lo quiera ni haya sabido serlo. Yo nací para cualquier New York, bien lo sabes. Pero las familias campesinas no escriben más que cuando dejan de serlo, en sus herederos intelectualizados. Cuando es demasiado tarde. Nunca preguntaré ya a mis padres. La mina implica otro mundo. Desaparecido de las memorias de las mayorías de votantes, consumidores y clientes de Mercadona. Otro mundo tan cercano en el tiempo como alejado en la mente. A la inversa también. El trabajo más duro. Enfermedad y esclavitud. Como yo no soy marxista, conozco que tal debió ser la necesidad de la historia, de la razón y del liberalismo. Una mena, una ganga. Una veta, la sangre. Restan las huellas, las máquinas abandonadas o en sus museos. Los nombres de las familias. Una ruina aquí, o un agujero allá, deseando tragarse al desorientado. Como tampoco soy místico, no voy a dar demasiado en buscar simbolismos: quien busca la riqueza del seno de la tierra quiere recrearla, repetir la creación o arrancar un secreto. Ni creo en númenes ni en leyes de la historia. Mi inquietud está en otra parte, aunque siempre se me escapa ese lugar. Empieza por no.

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