18 de noviembre de 2022

Cdnv

 En realidad yo no fui testigo de su destrucción, al menos no directamente. Amanecía, el tren se acercaba. Habíamos viajado toda la noche y es poco lo que se puede decir de bueno acerca de la comodidad de los coches cama de los expresos europeos, en la actualidad. No es lo mismo que era, ni ya somos tan jóvenes e ilusionados. Así que estábamos cansados. La ciudad dormía, igual que una casa con las ventanas tapiadas donde las ratas se refugiasen del terror nocturno. 

Temíamos el daño de la caída, el rigor de las alimañas, y por eso evitábamos el lugar. Estos grandes cuerpos son temibles cuando llega su hora, y de nada sirve la electrónica para paliar el desastre, ni tampoco los paneles multicolor o las señales telegráficas, tan discretas. 

Las máquinas venidas de lo alto, inexplicables, percutieron sin misericordia, no más de una hora, contra los muros de carga y los tejados. Esto lo supimos más tarde, cuando volvimos los ojos al desastre, a la superficie derruida-- una vez que nos duchamos y tomamos café. Listos para confrontarnos al día y sus materias.

De verdad que estábamos acostumbrados a las ruinas, aunque no nos conviniera-- sabedores como éramos de que cualquier día seríamos atacados por los residentes impíos. Lo aceptábamos como parte del precio de ser. Y por eso nos sentimos traicionados cuando el derribo sucedió en una pausa, sin poder mostrar nosotros un pequeño homenaje al lugar conocido, es decir, a un pasado en que nosotros mismos habitábamos ese lugar. Le temíamos, cierto, pero el respeto siempre estaba presente. De ahí nuestra piedad de ahora.

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