22 de mayo de 2020

Elipsis

Se encuentra en Manolo el del Beda, heredero de terratenientes venidos a menos, dueños de fincas de poco pan y mucho sudor, rentista vergonzante por sobre todo por culpa de sus moderadas luces y escasas letras, digo que se ve en él una propensión metafísica que ni sus deudos sospechan. Se malicia el del Beda que las más brillantes apariencias del tiempo esconden ruinas, que lo que trasluce es sombra y quebranto a poco que la mirada se intensifique más allá de los oropeles de la escena en la que unos salen y otros entran sin conocerse bien la respuesta a las "WH questions" que el tráfago genera. Fragmentos y cascotes de la obra de eones muy anteriores, y hasta de un tiempo sin tiempo, ahí están las pruebas del trabajo de un magno hacedor al que el filósofo gusta de imaginar como un diseñador afanado en conseguir los perfiles distintivos de las cosas del mundo. Inclinado sobre su mesa de trabajo, este dios de edad mediana va desplegando un mundo sosegado, a su misma imagen. Así imagina el Beda (¿hemos dicho su origen británico?) el comienzo presumible de todo. Algo fue mal entre el alba y el atardecer presente, y le queda al sabio el noble oficio de ir ahora hilvanando las palabras y recomponiendo un orden para entregarlo a los hombres. Este es el mensaje que transmite Manolo a los parroquianos de su terraza.

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