6 de febrero de 2022

 La razón de ello es clara: el hombre, sea el otro o sea yo, no tiene un ser fijo o fijado: su ser es precisamente libertad de ser. Esto trae consigo que el hombre mientras vive puede siempre ser distinto de lo que ha sido hasta aquel momento; más aún, es de hecho siempre más o menos distinto. Nuestro saber vital es abierto, flotante porque el tema de ese saber, la vida, el Hombre, es ya de suyo también un ser abierto siempre a nuevas posibilidades. Nuestro pasado, sin duda, gravita sobre nosotros, nos inclina más a ser esto que aquello en el futuro, pero no nos encadena ni nos arrastra. Sólo cuando el Hombre, el tú, ha muerto, tiene ya un ser fijo: eso que ha sido y que ya no puede reformar, contradecir ni suplementar. Este es el sentido del famoso verso en que Mallarmé ve a Edgar Poe que ha muerto:

Tel qu'en lui-meme enfin l'Eternité le change.

La vida es cambio; se está en cada nuevo instante siendo algo distinto del que se era, por tanto, sin ser nunca definitivamente sí mismo. Sólo la muerte, al impedir un nuevo cambio, cambia al hombre en el definitivo e inmutable sí mismo, hace de él para siempre una figura inmóvil; es decir, lo liberta del cambio y lo eterniza. (Ortega, El hombre y la gente)

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