23 de julio de 2007

Thomas Mann era un cínico, II

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Tenía, todavía, que ser modesto con sus pretensiones y admirarse de las formas extrañas del personaje que pone el juego de sus piezas (que son nada más que ideas, si bien no convenidas con nadie) por encima de todo lo que ve, en las calles y en las plazas que tiene que compartir, porque aún no ha aprendido lo suficiente (a ser sabio), sino muy a contrapelo o a salto de caballo.

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Confiaba, eso sí, en que no escapase al intérprete de sus actos y omisiones, si es que ese individuo le correspondía en suerte en su vida, que X -es decir, él mismo- era uno e idéntico con el yo especulativo, europeo, razonable y perdedor, el cual tenía que comprender de manera permanente la ironía contenida en cualquier complejo de Tonio Kröger, la desesperanza a la que corresponde dar un mentís de hielo y desprecio a la sonrisa agradable que se atreve a mezclar la vida y la cultura, proponiéndose a los ingenuos como un proyecto de felicidad realizable, que se paga a plazos que siempre olvidan en su letra expresa el día de la muerte.

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X no ignora en ningún respecto que su adorada autosuficiencia buscada es un edificio de cristal pero que está cimentado en suelo volcánico: derrota y muerte. La lección que nunca olvida pone la sombra incorrecta a la marcha de estos individuos que pululan cuando están muriendo las ciudades que creen vivir.

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