La conferencista, joven, habla desde lo alto. Quiero decir que el auditorio, muy largo, es un espacio descubierto, como un jardín inclinado. Trata del barroco, la inquisición o alguna materia de estas vitandas. Naturalmente tengo que intervenir, pero ni se me escucha por la distancia y además un hombre, de menos edad que yo, se propone unas filas más adelante dar la conferencia él con sus explicaciones historicistas. Es un pedante, pero yo lo escucho con agrado. Reconozco que domina tema y situación. No puedo hacer que nadie oiga mi sensata afirmación del do ut des, del intercambio económico como política salutífera capaz de paliar los rigores de la convicción salvaje que fundamenta los principios básicos de la sociedad.
Tengo que acercarme a ella, que me habla del pedante acaparador con palabras que se me escapan. No está satisfecha con la conferencia: ha sido demasiado clara. Tampoco parece estar segura de su vida y por eso le digo que me ha gustado mucho su intervención. Sonríe mientras se aleja y yo pienso.
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