5 de junio de 2021

Criptoepigrafía, III

 En torno al proyecto de escribir un libro de poesía pasados los cincuenta, se acumulan las dificultades. 

Como ante una investigación que pretenda conocer la situación de la provincia durante el reinado del Hechizado, cuando ninguno de los caminos era seguro y algo se rompía cada día en el interior.

Nada se rompe en el interior, entiéndeme, cuando eres joven y saltas de mar a mar, del norte al sur sin palomas, atravesando en diez horas la península. (Ahora no hay salteadores de caminos, sino una alta carga impositiva, al decir de los políticos liberales.)

Se da la vuelta a la calle, sin girar la vista, cuando ni siquiera se sospecha lo de la estatua de sal ni el riesgo de quedarse a pernoctar en el infierno. Se es joven, un día sucede al anterior y cada septiembre sonoro acaba en el vertedero de los tiempos remotos. Otra cosa son los bosques, relictos, que me siguen inquietando. (La memoria de lo dicho tiene más de maldición que de lo contrario.)

En el otro mundo conocido, desde la torre megalopolitana, la mirada circular descubre el error del filósofo, que limitaba el horizonte a la cuenta corriente de los puntos de vista (lógico, reza el calipso; en un segundo plano Suzanne Vega ha dado paso a Leonard Cohen, o quizás ha sido al contrario).

No. Cuando el pueblo brama queremos a Babel y no a quien ha resucitado (de entre los muertos) no desea hollar en lo alto. Visión total del mundo de abajo es lo que quiere. Así se distrae, en la contemplación de la tierra, en su tensa relación con ella, con un amor que es fuga y presencia (un hielo ardiente, como se dice habitualmente en los discursos que cierran cada año los juegos florales).

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