23 de enero de 2016

Pirrón Sánchez, mozo que

alcanzó su acmé por estas tierras áridas del sureste, de oscuros orígenes grecogalaicos sin embargo, al doblar el cabo de su mayoría de edad y sentir por ende la obligación de proponerse metas intelectuales, se fijó tres empresas nada modestas, aun para entendederas más fluidas o acrisoladas que la suya: la demostración in toto et in parte de que el catastro de propiedades rústicas y urbanas estaba por completo equivocado; un estudio exhaustivo que convenciera incluso a los más inflexibles al respecto, acerca de las predicciones de la Agencia Nacional de Meteorología como una rama lateral de la literatura fantástica, y el comparativo mayor rigor y verosimilitud (en un sentido metodológico, falibilista) del Almanaque zaragozano; por último, y fue aquí donde dio en petar su cacumen exorbitado, se empeñó Pirrón Sánchez en una refutación de la existencia empírica del Pequeño Nicolás. Sostenía acerca del asunto una hipótesis más bien oscura: el personaje existía en una intersección ideal, holográfica aunque objetivable, entre nuestras pesadillas y las interferencias de la radiación cósmica sobre las ondas hertzianas.

No hay comentarios: